23 julio 2013

Enrique Ballesté en la ESAY.

(Publicado en su versión reducida en Milenio-Novedades de Yucatán, el 23 de julio de 2013).

Hace 40 años, el dramaturgo Héctor Azar dirigía los destinos del teatro que se hacía con recursos públicos tanto en el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) cuanto en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y, desde ése su coto de poder, censuró por la vía de imponer trabas administrativas de todo tipo la puesta en escena que estudiantes del Departamento de Arte Dramático de la Facultad de Filosofía y Letras de la misma UNAM habían llevado a cabo a partir de El canto del fantoche lusitano, original de Peter Weiss, con la dirección del venezolano Carlos Giménez.

La cerrazón de Azar, que incluyó la expulsión del país de Giménez, propició que las y los estudiantes llamaran a la toma del foro que burda y sistemáticamente se les había negado, el Foro Isabelino, y con ello fundaran un movimiento teatral independiente que tuvo como punto nodal la creación del Centro Libre de Experimentación Teatral y Artística (CLETA). Enrique Ballesté, también estudiante universitario, había hecho la música para la puesta en escena de la obra de Weiss dirigida por Giménez y, para ser consecuente con aquello de «hacer cultura con el pueblo» (Primer Informe Crítico de CLETA-UNAM, agosto de 1973), fundó el grupo Zumbón y junto con sus cómplices de tablas dejó la selva de asfalto chilanga para emprender un trabajo de creación colectiva en pueblos indígenas de Yucatán.

De esa época, 1975, son La familia chumada y La junta nacional de ratones, dos montajes de creación colectiva que fueron determinantes en la praxis estética del Zumbón; una metodología de trabajo que, a decir de Felipe Galván, «dejó un aprendizaje de enorme originalidad que poco se conoce y, por ende, poco se ha estudiado» (Paso de Gato No. 52, 2013). En mi nota anterior, Puente Alto de Enrique Balleste. Notas genealógicas, cito a Galván:
«Durante su estancia yucateca y en trabajo directo con poblaciones indígenas, se encontraron con el problema de la comunicación, pues los integrantes del Zumbón realizaban su trabajo en español chilango y diversas comunidades no los entendían en absoluto. Después de plantearse el problema decidieron desarrollar una propuesta teatral sin palabras, que abordara uno de los problemas de la sociedad a la que iba dirigida el trabajo.»
Trece años más tarde, de regreso en la ciudad de México, Ballesté escribió Puente Alto, obra que con todo y que fue galardonada con el Premio Bellas Artes Mexicali de Dramaturgia en 1988 no se había llevado a las tablas en los 25 años que tiene de haber sido escrita; en ella, el compositor de canciones como Jugar a la vida o Yo pienso que a mi pueblo, referentes en sí mismas de su propia generación, da vida a un personaje que seguramente se gestó en la experiencia teatral en Yucatán: Doña Chita; un personaje que según nota del mismo Ballesté «para comunicarse con los demás usa la expresión corporal, la pantomima y el teatro mudo, [un] teatro que basa su lenguaje en las señas y gestos que normalmente utilizamos cuando nuestros interlocutores se hallan lejos y no escuchan nuestra voz.»

Justamente con Puente Alto es que la palabra de Enrique Ballesté vuelve a estas tierras de la mano del maestro José Ramón Enríquez como antes lo hiciera con la tierna complicidad del maestro Paco Marín en Mínimo quiere saber, y lo hace con una generación de jóvenes estudiantes de la Escuela Superior de Artes de Yucatán (ESAY) que en Puente Altoprimera práctica escénica que, junto con Entre las holoturias de la maestra Elena Novelo, bajo la dirección del maestro Tomás Ceballos, y el auto sacramental La vida es sueño de Calderón de la Barca, con la dirección del maestro Miguel Ángel Canto, la ESAY produce bajo el nuevo mapa curricular de su Licenciatura en Teatro donde se ha incluido para el séptimo semestre el curso de «Actuación: Teatro y Sociedad» con el objetivo de que sus estudiantes reconozcan al teatro como una fuerza de transformación social.

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