El pasado 4 de enero la periodista Carmen Aristegui, conductora del informativo matutino Hoy por Hoy, se despidió del auditorio que desde enero de 2003 le acompañó de lunes a viernes y de
Escuchemos en voz de la misma Carmen su despedida de W Radio:
Por lo visto, ése modelo nada tiene que ver con el respeto a principios democráticos fundamentales como la libertad de expresión que ambos corporativos han exigido para sí y para con los hombres del poder a quienes suelen defender, ora en espots para capitalizar políticamente las catástrofes mal llamadas naturales, ora en autonombradas cumbres donde se creen con el poder de callar a quienes les resultan intolerables; porque eso de la "incompatibilidad" entre los modelos editoriales practicado por Aristegui y el dictado por los capos mediáticos de México y España no es sino un eufemismo, pues a decir verdad la también presentadora de Aristegui, en CNN en Español, no fue sino censurada por su labor informativa sin concesiones y por lo mismo crítica para con el poder y sus canalladas.
No podía ser de otra manera, Carmen Aristegui se había convertido en una voz incómoda para los poderes fácticos que en diciembre de 2006 sentaron a despachar en Palacio Nacional a Felipe Franco Pinochet por vía de un fraude electoral de escandalosas proporciones, al mismo tiempo que se había ganado el reconocimiento público de amplios sectores progresistas de la población; así que mantenerla al frente del noticiero con más audiciencia durante la mañana era una contradicción que los consorcios en cuestión tarde o temprano resolverían de la única manera que podían hacerlo: echándola. El despido de Aristegui fue, pues, parafraseando a García Márquez, la crónica de una destitución anunciada.
En julio de
¿Acaso podíamos creer que los señores del poder y del dinero perdonarían a Carmen haber detenido la pesadilla que Lydia Cacho padeció en manos de las autoridades de Puebla y Quintana Roo, aliadas con redes de pederastas, y puesto en tela de juicio la impúdica decisión de
Podríamos estar defendiendo los espacios con que ya contamos y construyendo otros nuevos de tipo alternativo, tejiendo redes de información tan amplias y complejas que el poder que de arriba viene no pueda desbaratarlas; estamos en posibilidad de exigir a los medios que ya han abierto sus puertas a no cerrarlas, vigilando de cerca su actuar y señalando sin cortapisas cuando intencional o accidentalmente acallen una voz disidente; estamos obligados, obligadas, a demandar que institutos gubernamentales u oficiales de radio, televisión o prensa escrita (si los hubiera) se conviertan en organismos autónomos bajo conducción y vigilancia de la sociedad civil.
Al mismo tiempo que clausuramos simbólicamente las instalaciones de tal o cual empresa de medios podemos presionar a sus corporativos para que brinden información completa, veraz y oportuna en tanto ciudadanos; pero, también, en tanto consumidoras y consumidores, podemos castigarlos apagando nuestros televisores y aparatos de radio, cambiando de canal y dial o dejando de comprar sus publicaciones. Convirtieron el derecho a la información en una mercancía, pegúemosles, pues, en lo que más les duele boicoteando sus mercados.
Es lo menos que podemos hacer para defender a Carmen y a Lydia y, en ellas, al derecho irrenunciable que tenemos de ser informados con respeto a nuestra inteligencia, sensibilidad y diversidad cultural; se trata de una deuda doble: se lo debemos a quienes como ellas lucharon, luchan y lucharán por hacer de este país un lugar menos injusto, y nos lo debemos a nosotras y a nosotros mismos. No nos conformemos con el menos esfuerzo, digamos, como María Victoria Llamas, que por nosotros, que por nosotras, no quede.
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