26 abril 2012

¿Quién es el destinatario?


La tarde del viernes 20 abril de 2012, Mario Arturo Acosta Chaparro Escapite llegó al taller mecánico de Lago Trasimeno esquina con Lago Como de la colonia Anáhuac, en la ciudad de México, para recoger un auto Mercedes Benz color arena de colección que había dejado días atrás para su compostura; lo que encontró, a estas alturas quién no lo sabe, fue la muerte.

Sin embargo, aun muerto Acosta Chaparro es de esos personajes que representan como pocos el más triste de los papeles que han jugado las fuerzas armadas en la historia reciente de México: ora cuerpo represivo del Estado y su aparato político, ora cómplice de las redes del crimen organizado; dos entidades, sistema político y crimen organizado, que muchas veces no son sino la misma cosa.

Mucho se ha especulado acerca de las implicaciones del homicidio contra Acosta Chaparro. Sobre todo, amén de saber quién ordenó la ejecución de un general que se retiró con honores y galardonado luego de ser absuelto de los crímenes de lesa humanidad que cometió durante las últimas décadas del siglo pasado y de sus vínculos con el narcotráfico, acerca del mensaje que hay detrás del acto de quitarle la vida al operador estrella del calderonato en materia de seguridad nacional.

¿Quién es el remitente de este mensaje? ¿Quién el destinatario? ¿A quién le preocupaba lo que el ex Brigada Blanca, ex jefe de la policía estatal en Guerrero y Veracruz, ex protector del “Señor de los Cielos” y ex contacto de Calderón con los distintos cárteles de la droga supiera y pudiera contar? ¿A quién le interesa que su asesinato sea investigado con el perfil más bajo y el mutismo más absoluto que sean posibles? ¿Qué piensan en las fuerzas armadas de que, en mitad de una mal llamada “guerra contra el narcotráfico” que las ha expuesto y evidenciado como nunca antes, uno de los suyos, “patriota y abnegado” para unos, “torturador y sanguinario” para otros, “uno de los más cabrones” para todos, haya sido cazado como a un perro rabioso en plena vía pública?

En mayo de 2011, Javier Sicilia emplazó a los partidos políticos para que se deslindaran de los personajes que desde el seno de sus institutos habían sido y siguen siendo cómplices del crimen organizado; los profesionales de la política no sólo hicieron oídos sordos a la demanda del poeta, sino que colocaron a varios de estos sujetos en sus listas de candidatos a elección popular o de representación proporcional.

Por eso, y no por la influencia cienciológica del pseudopacifista hijo de Carlos Salinas de Gortari como asegura Julio Hernández López en su columna “Astillero” (La Jornada, 23/04/12), es que el líder del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad ha dicho que éstas son “las elecciones de la ignominia”, que los partidos políticos nos conminan a votar en realidad por los cárteles de la droga que los tiene copados y, en consecuencia, llama a anular el voto.

Para algunos, la convocatoria al voto nulo o en blanco es un gesto reaccionario y, con disquisiciones legaloides, argumentan que ello significaría, a final de cuentas, votos a favor del sistema que los mismo “anulistas” decimos aborrecer; para otros, quienes vemos que los partidos políticos y sus candidatos no tomaron distancia de los delincuentes que cohabitan en sus entrañas, que entendemos que el crimen organizado es justamente una pieza fundamental del sistema mismo y que en cada nueva declaración observamos la burla y el desprecio propios de la demagogia electorera, votar es, precisamente, votar por ése sistema.

Tres días antes del atentado contra Acosta Chaparro, una capacitadora asistente electoral del IFE, Guadalupe Villanueva, había sido también asesinada por “personas desconocidas”. Estamos hablando, pues, de que dos de los puestos que se encuentran en los extremos del organigrama del sistema político mexicano han sido lacerados. Parecería, entonces, que el mensaje que el crimen organizado ha lanzado a quien quiera y pueda oírlo es que tiene la facultad operativa de controlar todo el aparato del cual el sistema, legal o ilegalmente, echará mano en estas elecciones.

En este escenario, anular o no el propio voto es, con más claridad, una cuestión de principios, un acto moral en medio de la inmoralidad que ya de por sí significa un proceso electoral que continúa como si el país no se estuviera cayendo a pedazos. Serán las condiciones objetivas y subjetivas las que determinarán cuál de las dos posiciones habrá sido la retrógrada; pero, al margen de ello, urge que la sociedad civil, los movimientos populares y las luchas sociales veamos que el mensaje del crimen organizado es también para nosotros y no sólo para sus enemigos en el juego del poder.

Dicho de otra manera, votemos o no votemos, hoy, más que nunca, sociedad, movimientos y luchas debemos articularnos tanto para fortalecer las experiencias autonómicas que sí están  respondiendo a la pregunta de cómo darle vuelta a esta página de nuestra historia, cuanto para propiciar el surgimiento de experiencias nuevas; construir otra forma de hacer política (una que no tenga incrustado hasta el tuétano el modus operandi priísta). De lo contrario, el fractal que de suyo es el crimen organizado crecerá hasta carcomer por completo el multimentado tejido social y salir de esta pesadilla será prácticamente imposible.

No hay comentarios:

Publicar un comentario