y extraordinaria sensibilidad
gracias por permitirme esta publicación
Mía
Leyes no escritas 5. La ley del ordeno y mando.
Se trata de una variante más de la ley de la fuerza, que, de las más sutiles formas, se infiltra para poner orden ordenando y mandando. Porque lo fundamental, no nos engañemos, es el orden, esa tranquilidad que permite establecerse y arraigar, medrar y fortalecerse a una parte privilegiada de la humanidad.
Lo que sucede es que hay ordenaciones de muy diversa consideración en la jerarquía de valores imperante. Nunca fueron de recibo los autoritarismos cuando exigían revoluciones o cambios radicales. Ahí los despotismos y dictaduras acumularon su desprestigio y su infamia.
En cambio, siempre ha habido una tolerancia de fondo a esa expresión del “porque lo mando yo” cuando provenía de la tradición sagrada, de la autoridad competente, del regio designio, de la decisión de los ancianos de la tribu, de la deliberación de los altos puestos en la jerarquía , o de la virtud de la “santa obediencia” cuidadosamente celada en los cenobios. Ahí fue siempre mirado con benignos ojos el castigo corporal, el encarcelamiento, el destierro y el “hábil interrogatorio” con el que se denominaba eufemísticamente a la tortura. Ahí fue siempre prestigiada la figura del “dómine” de rancias costumbres que se atribuía el derecho de imponer la letra que entra con sangre (de la víctima, claro). Tergiversación que ha favorecido la errónea interpretación de que el dicho “la letra con sangre entra” signifique una afirmación al derecho de castigar más que la constatación del hecho del esfuerzo personal con que todos debemos aprender.
Sí, efectivamente existe la ley del ordeno y mando como última razón de la obediencia.
Bien saben los encumbrados que, aunque quizás un día se adujeran razones inteligentes para la ley, el orden y la tranquilidad exigen que se corten los hilos que la amarran a lo razonable porque la ley –dicen- no se prestigia sino por su incuestionable y rancia situación cuasi sagrada, incluso cuando la práctica y el tiempo las han hecho injustas.
El jefe se siente humillado si se le piden razones y sólo se sentirá en su puesto cuando diga: “por que te lo digo yo” o “porque yo lo mando”. La máxima expresión de autoridad y máximo prestigio del jefe se consiguen cuando eso no tiene si siquiera que decirse; cuando la inflexible mirada, el gesto inexorable, la dureza de los rasgos faciales y el majestuoso porte expresan bien a las claras que la orden ha de cumplirse. Así hará el segundo de a bordo con sus subordinados y estos con los suyos en una serie finita en que los métodos se van haciendo cada vez menos cuidadosos de las formas y la orden se acabará cumpliendo a manos de verdugos, torturadores, asesinos a sueldo, mafias y degenerados.
Esa es la cruda realidad: el ordeno y mando del jefe supremo, revestido de una apariencia de nobleza de ideales y de altísimas miras de bien común se acabará transformando en la más horrible e injusta represión de los campos de exterminio o de las cárceles. Naturalmente el de arriba siempre negará su responsabilidad. El sólo manda sin querer saber cómo se cumple.
Es que él sólo ordena y manda.
Y el resto obedecemos.
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Comparto el mismo dese todos los lugares. Buen post.
ResponderEliminarun cariño
Nerina amiga,visita su espacio,es un regalo cotidiano.
ResponderEliminarMuchos besos,feliz de tenerte por aquí